La paralización económica, con ola de suspensiones y despidos, se hace sentir en la salud mental de la población, dado su rol central en la identidad personal. El temor a perder el trabajo, el efecto «desaliento» por no hallarlo. Y la ansiedad creciente entre los más «precarizados».
Por: CARLOS TORRENGO
Nunca se fue. Siempre está la paleta de inquietudes que azotan la realidad. Pero hoy vuelve a gravitar fuerte en la cotidianidad de esta Argentina que jadea de tanto acumular problemas. Perder el trabajo. El miedo a que la crisis económica que el régimen kirchnerista dibujó y construyó con enfermiza voluntad derive, en lo personal, en pérdida del trabajo. En blanco o en negro. Bien pago o mal pago. Pero perder ese tablón de tiempos potencialmente tempestuosos hace a poder vivir. O simplemente sobrevivir. Porque el hoy del país tiene estampado un sello agrio: recesión. Y aunque ajustados a verdad no sean alarmantes en extremo los términos en que desciende la ocupación en distintos planos de la actividad económica, no lo es menos que desciende.
Y en el trajinar del día a día, el tema tiene centralidad si no excluyente, muy vecina a lograrlo. O a lo sumo comparte ese espacio con la inseguridad.
Esa centralidad se encuentra en la calle.
En la empleada de Cotto de Av. Santa Fe y Oro que, de caja a caja, conversa con una compañera de trabajo.
-Me muero… perder el trabajo es la muerte. Conseguirlo te mata, a veces llegás… ¡pero perderlo!…Yo ya sé lo que es todo eso. Lo viví con mi padre… la desesperación de perder el trabajo y buscar y buscar… Se terminó rindiendo…se acovachó -dice la empleada y de golpe se da cuenta de que tiene un cliente esperando cobrar.
-Ay, ay… perdóneme… sabe qué… no sé hay tantos miedos dando vuelta… tengo dos nenes… se imagina.
-Sí, claro -responde el cliente. Y quizá compartiendo el mismo temor que anida en la joven.
Y en acuerdo con aquello de «pinta tu aldea y pintarás el mundo», la reflexión de la joven cajera es igual a miles que a diario serpentean el país en relación con la vulnerabilidad del trabajo.
Y reflexión mediante, la joven habló de un padre que «se terminó rindiendo» de cara a perder empleo y no encontrar otro. Bajar los brazos. Sí, rendirse. Centralidad terminante, en el plano psíquico en el marco que adquiere hoy el miedo a ese salirse de la vida, -dice Halperín Donghi- que implica no tener trabajo.
La famosa «montaña rusa emocional» de la que habla Max – Neff. Un caerse individual ante la pérdida de empleo. Cinco etapas signan entonces ese proceso: 1) hace al shock de perder el trabajo; 2) el optimismo que emerge en lo inmediato, fundado en que se encontrará empleo; 3) el pesimismo que deviene de no hallarlo; 4) la aparición del pesimismo invadiendo a la persona; 5) el fatalismo en que se hunde. El «acovacharse», en sentencia de la cajera de Cotto.
«La última etapa representa la transición de la inactividad a la frustración y de allí, a un estado final de apatía donde la persona alcanza su más bajo nivel de autoestima», destaca Cecilia Moise en «Estado, salud y desocupación», una compilación que ya cargada de años sigue siendo imprescindible para reflexionar sobre procesos de vulnerabilidad y exclusión que signan la historia más cercana del país. Y se rescata más de Moise:
- Más allá de los debates abiertos sobre la sociedad del fin de trabajo, lo cierto es que en todo el mundo aún se debe trabajar para vivir y que el empleo, en alguna de sus formas actuales, sigue siendo la vía privilegiada para la reproducción de nuestras sociedades.
- Resulta difícil entonces concebir un proyecto de sociedad que no aborde, en su complejidad, el problema del acceso al empleo como un umbral de integración social, reconocimiento y constitución de identidad. En este exacto sentido, poner en debate la cuestión del trabajo supone interrogarnos acerca del tipo de sociedad que estamos construyendo.
Y en los planos que por razones profesionales siguen el devenir del empleo – desempleo en la Argentina existe un convencimiento muy degradado. Fundado sólidamente: el desempleo no es la resultante de un accidente en la funcionalidad del sistema, una cuestión pasajera que el paso del tiempo se encargará de solucionar… «Voluntarismo puro, miedo a asumir el presente y futuro del empleo – desempleo, descarnadamente», sostenía Ernesto Kirsch, recientemente fallecido, quien fue por años el más riguroso técnico en materia de ocupación laboral.
En línea a sincerar el tratamiento del tema, acotaba: «El desempleo que se acerca a los dos dígitos, que cuesta anclarlo muy por debajo de ese rango, es una expresión ajustada de las mudanzas que definen la producción y reproducción del funcionamiento del sistema de acumulación. Podemos debatir esto, de si este proceso es inevitable o no, pero el desempleo es la resultante de esa mudanza».
Desde Berkeley, donde vive, Tulio Halperín Donghi escribe a un amigo. «Hace 30 o más años, hablar de desempleo en la Argentina era un ejercicio improductivo, al menos para los historiadores. En todo caso, un tema reservado a economistas. ¿Estaba disimulado vía la captación de empleo por parte del Estado? Sí, es posible. Tiene lógica. Alguna vez dije, creo que fue durante la crisis del 2001, que el desempleo era algo anacrónico como el cólera en los temas cotidianos de nuestra sociedad. Pero ya no lo son… ¿O no hemos tenido brotes de cólera?
Sí, desde hace dos décadas el desempleo dejó de ser algo anacrónico.
Está y tiene la cara pintada.
Y mete miedo en una Argentina que, como suele señalar Tomás Abraham, de tanto en tanto «tiene la manía de derretirse de miedo por esto o por aquello».